Disney regresa al universo digital con Tron: Ares, una secuela que no solo actualiza una de las sagas más emblemáticas de la ciencia ficción, sino que además logra conectar con los temas más presentes de nuestro tiempo. Dirigida por Joachim Rønning, conocido por Piratas del Caribe: La venganza de Salazar y Kon-Tiki, la película marca un nuevo salto tecnológico y emocional en el legado de Tron.
La historia sigue a Ares, un programa altamente avanzado interpretado por Jared Leto, que es enviado desde el mundo digital al mundo real. Este contacto directo entre ambos planos, que ya se insinuaba en Tron: Legacy, se convierte aquí en el eje central del conflicto: la frontera entre lo humano y lo artificial, entre la creación y el creador. Lo que en los años 80 parecía pura fantasía —una inteligencia artificial con conciencia propia— ahora se siente más verosímil y, por momentos, inquietante. La película juega con esa cercanía a nuestra realidad actual y consigue que el espectador sienta que el mundo de Tron ya no está tan lejos de nuestro día a día.
Visualmente, Tron: Ares es una auténtica joya. La pude ver en 3D, y fue una experiencia impresionante: cada destello, cada línea de luz, cada textura digital parece diseñada para envolver al espectador en un espectáculo hipnótico. Es innegable que la saga Tron siempre ha sido pionera en el terreno visual —la original de 1982 cambió el lenguaje del cine digital—, pero aquí Rønning lleva esa herencia a su punto más refinado. La iluminación, el diseño de producción y la mezcla de efectos prácticos y digitales alcanzan un nivel sobresaliente. Es un espectáculo sensorial que merece verse en pantalla grande.
El guion, firmado por Jesse Wigutow y David DiGilio, acierta al actualizar la historia. En lugar de quedarse en la simple nostalgia, introduce la IA como una amenaza más tangible y filosófica. Ya no se trata de programas que se rebelan en un mundo abstracto, sino de inteligencias que pueden cruzar al nuestro. Esa actualización convierte el relato en una metáfora muy actual sobre el miedo a perder el control tecnológico y sobre la naturaleza de la empatía en la era digital.
El reparto está a la altura. Jared Leto ofrece una interpretación contenida pero magnética, mientras que Greta Lee y Evan Peters aportan matices humanos que enriquecen la historia. Ambos personajes introducen capas de vulnerabilidad que se agradecen, sobre todo en los tramos en los que la película se adentra en temas como la pérdida o la salud mental. Es un giro que no esperas encontrar en una cinta de Tron y que, sin embargo, encaja perfectamente. La exploración de la identidad, la soledad y la necesidad de conexión emocional otorgan al filme una hondura que lo distingue de otras superproducciones del mismo tipo.

La banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross es otro de los grandes aciertos. Aunque era difícil igualar la huella que dejó Daft Punk en Tron: Legacy, el dúo de Nine Inch Nails aporta un tono más oscuro, más introspectivo, que encaja con la nueva dimensión dramática de la película. Su música no busca deslumbrar, sino sumergirnos en un entorno donde lo humano y lo digital se confunden.
En lo narrativo, Tron: Ares funciona bien, aunque no está exenta de limitaciones. La película toca muchos temas —ética de la IA, identidad, salud mental, legado tecnológico—, pero a veces se queda en la superficie de todos ellos. Los buenos son muy buenos, los malos muy malos, y el conflicto moral podría haberse desarrollado con mayor ambigüedad. También se echa de menos una emoción más profunda en algunos pasajes: aunque las ideas están, cuesta que todo cale al nivel que promete. Da la sensación de que Ares roza una gran película, pero no se atreve a ir tan lejos como podría.
Aun así, hay momentos de auténtica brillantez. Una línea de diálogo destaca por encima de todas: “Podemos dar razones por las que nos gusta algo, pero no cuantificar el sentimiento de por qué nos gusta.” Es una frase sencilla, pero que resume la esencia de Tron: Ares: la imposibilidad de medir lo que nos conmueve, lo que nos conecta. En medio de tanto algoritmo, tanto dato, la película recuerda que hay cosas que no se pueden programar.
El legado de Tron sigue muy vivo. La original de 1982 fue una revolución técnica, y Legacy en 2010 reavivó la estética digital con un toque melancólico. Ares, en cambio, se atreve a dar el salto más arriesgado: traer el mito al presente y enfrentarlo a nuestras propias preguntas sobre la inteligencia artificial y la humanidad. Puede que no sea perfecta, pero sí es relevante, visualmente apabullante y con momentos que se quedan contigo más allá de los efectos.
En definitiva, Tron: Ares es una experiencia visual y emocional potente. No solo brilla por su espectacularidad técnica, sino también por su intento de dotar de alma a un universo dominado por el código y la luz. Le falta un poco más de riesgo narrativo, sí, pero su ambición, su belleza y su sinceridad emocional la convierten en una digna heredera del legado Tron.

