Paul Thomas Anderson vuelve a demostrar que es uno de los directores más potentes de su generación con Una batalla tras otra, probablemente su película más visceral hasta la fecha. El creador de Pozos de ambición, Magnolia y Licorice Pizza regresa con una obra que mezcla la sátira política, el retrato del odio y la violencia con un humor incómodo que no deja al espectador indiferente. Es un film agresivo, incómodo y, al mismo tiempo, sorprendentemente divertido en ciertos momentos.
La historia sigue a Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio), un hombre con un pasado militante que ha intentado rehacer su vida bajo otra identidad, hasta que su hija (Chase Infiniti) es secuestrada por un viejo enemigo, interpretado por un irreconocible Sean Penn. Esta premisa es el detonante para que Anderson despliegue un relato cargado de tensión, furia y reflexión, donde la violencia es tanto externa como interna, marcada por las heridas psicológicas del protagonista.
El reparto es uno de los grandes atractivos de la película. DiCaprio entrega una interpretación intensa y nerviosa, Benicio del Toro aporta momentos de humor cínico que funcionan como válvulas de escape y Sean Penn sorprende con un papel físico y radical que se convierte en uno de los puntos más memorables del film. Resulta difícil reconocerlo en pantalla, no solo por su aspecto, sino por la manera en que se mueve y habita al personaje.
Uno de los elementos más interesantes de Una batalla tras otra es cómo aborda la salud mental. La primera parte de la película es la más absorbente, al centrarse en el trauma y la paranoia del protagonista. Ese retrato psicológico añade densidad a una historia que, de lo contrario, podría haberse limitado a la acción y el enfrentamiento ideológico. El racismo y el odio están presentes, sí, pero es el dolor íntimo y personal lo que da mayor fuerza al relato.

No obstante, la película también tiene problemas. Su duración es excesiva y, a partir del segundo acto, la narración se convierte en una persecución continua que empieza a ser repetitiva. Anderson apuesta por la intensidad constante, pero esa falta de variación puede fatigar a parte del público, como se notó en algunas sesiones donde espectadores abandonaron la sala.
Aun así, hay que destacar el nivel técnico. El sonido, la fotografía y la música de Jonny Greenwood son elementos cuidados al detalle, capaces de elevar secuencias que ya de por sí resultan potentes. En algunos momentos, el diseño sonoro es tan impactante que consigue envolver por completo al espectador.
En definitiva, Una batalla tras otra no es una película fácil ni redonda, pero sí una obra que deja huella. Es brutal, incómoda, larga, excesiva… pero también está llena de interpretaciones poderosas y momentos que se quedan grabados en la memoria. Anderson firma aquí un trabajo que divide y que puede incomodar, pero que reafirma su talento como narrador visceral y arriesgado.

